Todas las personas que nos dedicamos a la arteterapia nos hemos encontrado en innumerables ocasiones en la situación de tener que explicar – y defender – en qué consiste nuestra disciplina. En lugares como el estado español, en el que todavía no está reconocida por el gobierno como actividad profesional, esta circunstancia es aún más frecuente. Curiosamente, uno de los problemas que nos encontramos las arteterapeutas españolas no es tanto el del desconocimiento – la mayoría de las personas han oído hablar en algún momento de nuestra práctica –, sino el de la confusión. El hecho de no estar aún regulada a nivel institucional – aunque en estos momentos se esté trabajando intensamente en este sentido desde la federación – hace que prácticamente cualquier actividad creativa que implique un cierto apoyo emocional se pueda denominar arteterapia. Así, si echamos una ojeada rápida a las redes, podremos encontrar bajo esa etiqueta propuestas de lo más diverso: desde talleres para desarrollar la autoestima a través del uso del barro hasta retiros en la naturaleza en los que se ofrecen experiencias místicas acompañadas de creaciones plásticas.
En mis clases de Teoría de la Arteterapia me gusta empezar proponiendo a mis alumnas un reto: lanzo cuatro definiciones de arteterapia que considero totalmente erróneas y les propongo que descubran por qué creo que no son adecuadas. Estas se resumirían en: arteterapia entendida como herramienta de interpretación, como medio para relajarse (frecuentemente, pintando mandalas), como técnica a seguir y, finalmente, como práctica esotérica. Todas ellas son ideas que me he encontrado en muchas ocasiones al hablar con personas conocidas o familia, al visitar librerías o al buscar taller. No me voy a entretener aquí en desglosar el por qué y por qué no de cada una de ellas, pero sí me voy a referir al elemento común que poseen y que las deja fuera de la definición de arteterapia: todas ellas implican una situación de poder o superioridad de la persona terapeuta sobre la usuaria. Saber qué significa cada trazo y cada color de una obra, procurar calma para la ansiedad, tener un sistema infalible para alcanzar objetivos emocionales y poder comunicarse con el más allá son, sin duda, recursos envidiables, superpoderes, diría yo, pero que, lamentablemente, las arteterapeutas no podemos ofrecer.
Nuestra disciplina usa el arte entendiéndolo como un recurso humano y universal, un recurso poderoso, en el que creemos firmemente, capaz de hablar de manera mucho más contundente que la palabra: ”art tells the truth” (“el arte cuenta la verdad”), que diría Kramer[1], y con un acceso directo a las profundidades de la experiencia humana. Y allí estamos, a su lado, acompañando, guiando en ese camino, facilitando, ayudando si es preciso, pero nunca erigiéndonos en las sabedoras de la verdad interna de la persona que tenemos delante. Sólo la propia persona sabe y siente, sólo ella se comunica con su propia práctica y reconoce lo que esta le hace sentir, las puertas que esta le abre, los cambios que genera. Y para poder estar ahí, plenamente presentes, necesitamos ser muy firmes, saber qué estamos haciendo y con qué fuerzas nos estamos manejando.
Para acompañar de manera respetuosa y útil hace falta mucho más que una cierta habilidad artística y un alto nivel de empatía. Nuestra formación es fundamental. Trabajamos con la salud emocional de las personas y, por lo tanto, tenemos una gran responsabilidad. Esta responsabilidad se resume en un compromiso claro con nuestra formación: licenciaturas relacionadas con nuestro ámbito de trabajo, estudios de máster, prácticas supervisadas, conocimiento teórico y experiencial y, cómo no, formación continua y terapia personal. Una gran inversión en tiempo, energías y, desde luego, recursos económicos, a través de la cual obtenemos el encuadre interno que necesitamos: la firmeza y la fiabilidad necesarias para estar en donde debemos estar.
No quiero decir con esto que considere que esas otras prácticas a las que antes me refería sean inútiles. Por el contrario, creo que cada persona debe buscar el tipo de acompañamiento que más se adapte a sus necesidades, y que cualquiera de ellas puede ser útil en determinadas circunstancias. Lo que sí creo que hay que dejar claro, sobre todo de cara a las personas usuarias, es que dichas prácticas no son arteterapia, que no usan nuestros recursos y que, por tanto, no deberían usar tampoco nuestro nombre. Esto es importante no sólo a la hora de defender nuestra profesión de ser malentendida y, frecuentemente, menospreciada, sino a la de poder ofrecer un tratamiento honesto, en el que todo el mundo sepa qué expectativas son razonables, en qué está participando, y qué riesgos está corriendo. Desde la federación tenemos pleno convencimiento de que, una vez conseguido el estatus profesional que merecemos, podremos atajar esta problemática de manera mucho más clara y contundente. En ello ponemos todas nuestras fuerzas.
Rocío Macías Ramos
Formadora y arteterapeuta didacta
Vicepresidenta tercera de FEAPA
[1] Sobre el trabajo de Edith Kramer, recomiendo el visionado del documental de Elena Makarova y Efim Kuchuk: