Uno de los prejuicios o ideas mal entendidas más comunes entre el público general es que la
arteterapia sirve, fundamentalmente, para trabajar en infancia. Personalmente, pienso que la causa
de esta creencia es que ese público general (hablo de la sociedad occidental, pero de otras también)
considera la infancia y el arte como entes unidos por una misma raíz «accesoria», por decirle de
algún modo. Así como niños y niñas son tratados como personas sin criterio, sin verdadero derecho
a elegir (aunque después se les consulte hasta el destino de vacaciones familiar, pero eso sería
materia para otro artículo), el arte es frecuentemente considerado, en el ámbito terapéutico, también
como un «hermano menor». Eso, unido al enorme pudor que la mayoría de la población adulta suele
experimentar cuando se enfrenta a los materiales artísticos, crea el escenario perfecto para tal
consideración. La realidad, en cambio, tiene sus matices. Trabajamos, y mucho, en infancia, y es
cierto que, en la mayor parte de los casos, esta es una población muy receptiva a nuestros métodos.
Sin embargo, de ninguna manera este trabajo es el más común, ni el más simple.
Como en cualquier otra terapia, la privacidad es un elemento capital del proceso. Sin ella, el
imprescindible vínculo emocional que ha de crearse entre terapeuta y paciente queda en entredicho.
Cuando estamos en un contexto adulto, y siempre que sea con personas consideradas funcionales a
nivel intelectual, su salvaguarda es una cuestión de cuidado y prudencia. Y de profesionalidad, por
supuesto. Cuando trabajamos con menores, así como con población tutorizada, este aspecto ha de
ser revisado y adaptado a dicha condición. Y esto no es sencillo. Las familias, las instituciones y las
escuelas suelen esperar informes detallados en los que aparezca hasta el más mínimo comentario del
o la menor o, por el contrario, creen que recibirán un precioso álbum coloreado lleno de imágenes
más o menos estereotipadas, al modo de la asignatura escolar de Visual y Plástica. Los niños y
niñas, en cambio, y aunque en muchos casos sean llevados a terapia bajo la «coartada» de que van
«a un taller de pintura», detectan, como mucho en la tercera sesión, que lo que está ocurriendo en la
sala no tiene nada que ver con la técnica, ni con «lo bonito», ni con nada que se pueda enseñar a
todo el mundo. En un momento determinado, la criatura deja de hacer lo que estaba haciendo, nos
mira y nos pregunta: «Esto ¿se lo vas a enseñar a mi madre?».
Mis estudiantes me preguntan muchas veces por la manera en la que este conflicto de intereses se
puede resolver, y siempre tengo que decirles (generando decepción, lo sé), que no hay un método
establecido, que es más bien un traje a medida en el que ponemos todo nuestro buen hacer y nuestra
experiencia – nuestro encuadre interno – con el objetivo de cuadrar el interés del o la menor con su
privacidad. Estamos ahí entre dos marcos éticos que se contradicen, aparentemente: debemos
preservar su intimidad pero, al mismo tiempo, debemos informar a los adultos que estén a su cargo.
Cuando esos informes de seguimiento son los de una criatura que pasa por apuros emocionales que
no son provocados por alguna situación de abuso, se trata de comentar sin explicar, de ir al núcleo,
y no a la anécdota. Por ejemplo, no diríamos “su hijo ayer destrozó cuatro cartones y luego aporreó
los cojines de la alfombra hasta quedar exhausto”, pero sí podremos decir “su hijo muestra una
necesidad imperiosa de dejar salir el enfado y la rabia acumulada, es posible que la sala de terapia
se le quede pequeña, y que necesite una actividad más corporal, lo iremos viendo durante las
próximas sesiones”. Por otra parte, hay ocasiones en las que, lamentablemente, sí detectamos
situaciones de negligencia, maltrato y abuso. Ahí nos enfrentamos a una responsabilidad legal de
primer orden. ¿Qué hacer?
De entrada, lo primero es prepararnos para iniciar un proceso que puede ser doloroso y frustrante, y
del que posiblemente, e incluso si llega a buen puerto, se nos vaya a mantener al margen. No
podemos sembrar la alarma a la ligera, pero tampoco podemos hacer oídos sordos a lo que la obra
nos está mostrando. En general, para iniciar este proceso suelen ser buenas interlocutoras todas
aquellas personas que ostentan alguna responsabilidad sobre el menor, pero que no son su familia:
docentes, cuidadoras, etc. Podemos ponernos en contacto con estas personas para expresar nuestra
preocupación y para saber si han detectado algún comportamiento o situación que pueda respaldar
nuestras sospechas. Si aconsejo dirigirse a escuelas, hospitales, etc, antes que a la familia, es
porque, frecuentemente, esta suele ponerse a la defensiva ante semejantes noticias y, también,
porque, desgraciadamente, lo más habitual es que el problema esté siendo generado por un familiar.
Una vez hecho el primer contacto, es bueno también informarse en asociaciones y fundaciones que
se dedican a la gestión de estas cuestiones – es bueno, de hecho, estar en contacto con ellas a priori,
si vamos a trabajar en infancia –, porque nos pueden asesorar sobre qué pasos debemos seguir,
siempre dentro de la legalidad (esto es extremadamente importante). En el estado español, la
Fundación Vicki Bernadet¹, por ejemplo, es una de las que más activamente trabajan para ofrecer
recursos, formación y asesoramiento a víctimas, familias, docentes y terapeutas.
En algunas ocasiones, y dependiendo de hasta qué punto el menor sea consciente de lo que su obra
muestra, deberemos, siempre con extremo cuidado y respeto, poner en su conocimiento que vamos
a proceder a informar a algunas personas sobre lo ocurrido. De hecho, esto se suele advertir en la
primera sesión, cuando se explican las normas y límites de la dinámica arteterapéutica.
A partir de ahí, se inicia un camino que puede desarrollarse de muchas maneras, desde acabar
cayendo en saco roto hasta llegar a un juzgado. En ese proceso debemos cuidar especialmente de
nuestra salud mental. Vamos a estar guardando una prueba gráfica y emocional que quizás para
nosotras “grita” su contenido, pero que para otras personas no significará nada. Se nos podrá
solicitar _ y exigir _ la obra, y la deberemos entregar (no sin antes hacer una copia, por supuesto),
siempre que la solicite un organismo oficial. Se nos podrá citar a declarar, y deberemos estar
dispuestas a hacerlo. Podremos ser puestas en cuestión por autoridades y familia, y podremos sentir
que estamos yendo a contracorriente. Esto al margen de lo que supone estar tomando todas estas
decisiones respecto de alguien con quien hemos creado un vínculo emocional muy sólido, pero
sobre quien no tenemos ningún tipo de potestad.
Podría seguir durante páginas y páginas explicando las diversas situaciones por las que podemos
pasar una vez entramos en este camino, pero no sería este el lugar. No querría, de todos modos,
desanimar con esta narración a aquellas personas que se estén planteando trabajar en este ámbito
con arteterapia. Por el contrario, estoy convencida de que nuestra metodología es una de las más
eficaces al destapar cuestiones tan delicadas (precisamente, porque son temas de los que cuesta
hablar) y tiene, por lo tanto, casi una misión que cumplir. Solo pretendía con este post aclarar una
cuestión que me parece fundamental, y es dejar claro que trabajar con menores en arteterapia no es,
para nada, un juego, sino que, probablemente, es uno de los ámbitos con un grado más alto de
responsabilidad en los que podemos desarrollar nuestra labor. Sirva esto como aviso para
navegantes.
Rocío Macías Ramos
Formadora y Arteterapeuta
Vicepresidenta segunda de FEAPA